Viajando
por una carretera al norte del estado de Nueva York, vi el anuncio de
una tienda de antigüedades que apropiadamente se llamaba «Fin de la
jornada» porque para llegar a ella, literalmente había que llegar hasta
donde se acababa el camino . Al llegar me di cuenta que estaba cerrada.
Era el mes de enero y el frío calaba hasta los huesos. Me bajé del auto y
vi a una pareja de ancianos salir de la casa que estaba junto al
negocio. Eran los dueños, pero en el invierno solo abrían cuando veían a
clientes aproximarse. Me preguntaron qué era lo que buscaba, y les dije
que nada en particular, pero que me llamaban mucho la atención las
cosas antiguas. Abrieron la puerta del establecimiento y el olor adentro
no me decepcionó; era una mezcla de olor a madera vieja, aceite y
humedad, ese tipo de olores que encuentras en la casa de los abuelos o
en bibliotecas y edificios antiguos.
Recorrí la tienda viendo un poco de todo, mientras la pareja de ancianos de ascendencia italiana respondía
a mis preguntas. Había relojes ferroviarios, de esos que se hacían a mano y con una precisión impresionante. También relojes de pared, muebles, cuadros, figuras de cerámica y muchas cosas más.
Las preguntas que comencé a hacer a la pareja, dieron paso a una conversación muy interesante. Me contaron de sus hijos, y de los años que vivieron en la ciudad de Nueva York, y de cómo se vieron interesados en coleccionar cosas antiguas.
Recorrí la tienda viendo un poco de todo, mientras la pareja de ancianos de ascendencia italiana respondía
a mis preguntas. Había relojes ferroviarios, de esos que se hacían a mano y con una precisión impresionante. También relojes de pared, muebles, cuadros, figuras de cerámica y muchas cosas más.
Las preguntas que comencé a hacer a la pareja, dieron paso a una conversación muy interesante. Me contaron de sus hijos, y de los años que vivieron en la ciudad de Nueva York, y de cómo se vieron interesados en coleccionar cosas antiguas.
En la conversación, el anciano dijo algo con lo que me pude identificar:
«Cuando nos casamos, mis padres ofrecieron regalarnos algunos de los muebles que ellos tenían, porque la casa ya se había vuelto muy grande para ellos».
Continuó diciendo: «Como todo joven, yo quería llenar mi casa de muebles nuevos y modernos. Así que rechacé la oferta de mis padres ». Con un aire de lamento dijo: «Ahora busco el tipo de muebles que mis padres tenían porque los coleccionistas pagan mucho dinero por ellos», después agregó: «Sin darme cuenta, rechacé un tesoro».
Algo resonó dentro de mí al escucharlo decir eso y pensé en mi fe. Nuestra fe.
Somos parte de una generación que se ufana de practicar una fe urbana, moderna y sofisticada, pero el peligro de practicar una fe moderna es que podemos perder la conexión tan necesaria con el pasado. Una fe cristiana moderna es un
oxímoron.
«Cuando nos casamos, mis padres ofrecieron regalarnos algunos de los muebles que ellos tenían, porque la casa ya se había vuelto muy grande para ellos».
Continuó diciendo: «Como todo joven, yo quería llenar mi casa de muebles nuevos y modernos. Así que rechacé la oferta de mis padres ». Con un aire de lamento dijo: «Ahora busco el tipo de muebles que mis padres tenían porque los coleccionistas pagan mucho dinero por ellos», después agregó: «Sin darme cuenta, rechacé un tesoro».
Algo resonó dentro de mí al escucharlo decir eso y pensé en mi fe. Nuestra fe.
Somos parte de una generación que se ufana de practicar una fe urbana, moderna y sofisticada, pero el peligro de practicar una fe moderna es que podemos perder la conexión tan necesaria con el pasado. Una fe cristiana moderna es un
oxímoron.
Como el hijo pródigo, hemos disfrutado la herencia espiritual que nuestros antepasados nos dejaron, pero estamos a punto de agotarla. Hemos menospreciado ese legado y lo hemos remplazado por una fe moderna y sin raíces, un credo sin conexión con el pasado.
Si la herencia se acaba, corremos el peligro de quedar a la deriva, y por eso también necesitamos regresar a casa, a las raíces de nuestra fe, y recobrar el pasado.
El conectar nuestra fe con el pasado nos llevará a sentir la historia, y entender el peso y significado de la iglesia a través de los siglos. Tener este tipo de conexión con el pasado no significa que te harás anticuado. Conozco ancianos que son relevantes y modernos, y no importa qué lleven puesto, sabes que son ancianos. Como iglesia siempre estaremos buscando aplicaciones dinámicas y actuales para nuestra fe, pero al mantener nuestra conexión con el pasado, la esencia de nuestra fe continuará sin cambiar. Aunque la expresión de nuestra fe cambie, su esencia no cambiará.
En un sentido, la fe moderna es como la internet, etérea, espacial e invisible. Hay toda una generación que no conoce las cartas escritas a mano, los libros que se pueden palpar y oler. Toda la información está en el espacio, y a veces me pregunto qué pasaría con toda esa información si llegáramos a perder la comunicación con ese mundo etéreo que es la internet. Nos quedaríamos a la deriva, perdidos, sin algo de qué agarrarnos.
Es importante que nuestra fe se siga conectando al simbolismo, pero somos una generación de creyentes que ha acribillado el simbolismo. Al paso que vamos, las próximas generaciones de creyentes no conocerán la cruz, porque muchos la han rechazado como símbolo, nos deshicimos del agua de la bañera con el bebé adentro.
En Latinoamérica por ejemplo, se conoce muy poco a la iglesia ortodoxa. Para quienes no saben, hay tres ramas de la iglesia cristiana; la católica, la evangélica y la ortodoxa. La ortodoxa es la más antigua de todas . Sus orígenes datan de los primeros apóstoles. Se encuentra mayormente en el Medio Oriente y partes de Europa. Turquía tiene algunas de las iglesias más antiguas del cristianismo.
Extraido del libro "Besando mis rodillas" de Jesus Adrian Romero