pies» (1.17).
Juan el apóstol había caminado con Jesús en su juventud. Se había sentado a su lado en la misma mesa. Habían navegado en el mismo barco. Juan había visto la gloria del
Señor cuando se transfiguró en el monte y estuvo al lado de la cruz cuando Jesús murió. Pero en la visión del Apocalipsis mira al Rey, al Profeta por excelencia, al Sacerdote eterno de la Iglesia con toda su gloria y majestad, y no lo soporta. Para
el apóstol es una experiencia mucho más grande que toda su experiencia pasada, y «cayó como muerto a sus pies».
Es que no me puedo mirar de otra manera: en su presencia estoy siempre muerto, crucificado, a los pies de mi Señor y Rey. ¡Cómo admiro a esa mujer que. sabiendo de su condición de pecado. en medio de la murmuración y críticas lavó con sus lágrimas los pies del Maestro y los secó con sus cabellos!
Hoy día, mucha es la soberbia que cabalga altiva y se mete en medio del Pueblo de Dios. Hallamos soberbia de denominaciones o concilios que se ponen por encima de los demás. Encontramos soberbia de ministerios o congregaciones que se creen portadoras y monopolios de (toda la verdad». Vemos soberbia racial o social que hace a un lado precisamente a aquellos con los que Jesús se juntaba. Y no falta la soberbia religiosa que convierte en digna de juicio toda cosa o actitud en el hermano que no comulga con su manera particular de ver la vida cristiana. En medio de tanta soberbia. la única forma de seguir al Señor es vivir como «muertos a sus pies.
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Me quedo en la presencia de Dios |
conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo y lo tengo por basura, para ganar a Cristo» (Filipenses 3.7-8).
Uno pudiera entablar un diálogo con Pablo y preguntarle: «Pablo, ¿de qué está hablando? ¿No conoció usted a Cristo el día de su salvación?» La respuesta de Pablo sería: «No, mi amado hermano. Yo comencé a conocer a Cristo el día de mi salvación; pero todavía no lo conozco a cabalidad. Me refiero al conocimiento que se da entre dos personas a causa de una comunión íntima. Y no puede haber esa comunión si uno no está en presencia del otro. Lo que anhelo, y por eso estoy
dispuesto a perderlo todo, es vivir continuamente en la presencia de mi Señor. Solo así podré conocerlo mejor».
Sí, también Pablo se quedaba con la presencia de Dios. ¿y usted con qué o con quién se queda? ¿Sabe lo que he aprendido? Si bien es cierto que la presencia de Dios de por sí es suficiente en mí para mantenerme cerca de Él, también es cierto que esa presencia no me permite quedarme pasivo, en estado de contemplación, sino que enciende fuego dentro de mis huesos, me convierte en un enamorado, en un apasionado...
Así debe ser con su presencia en nosotros.
EXTRAIDO DEL LIBRO: "EL PODER DE SU PRESENCIA" de Alberto Mottessi
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