viernes, 10 de agosto de 2012

A LOS PIES DEL MAESTRO

Me gusta y se me estremece el espíritu cuando leo y medito en Juan y el primer capítulo de Apocalipsis. El Cristo glorioso, lleno de toda la majestad de Dios, se le revela caminando en medio de las iglesias: «Cuando le vi, caí como muerto a sus
pies» (1.17). 
Juan el apóstol había caminado con Jesús en su juventud. Se había sentado a su lado en la misma mesa. Habían navegado en el mismo barco. Juan había visto la gloria del
Señor cuando se transfiguró en el monte y estuvo al lado de la cruz cuando Jesús murió. Pero en la visión del Apocalipsis mira al Rey, al Profeta por excelencia, al Sacerdote eterno de la Iglesia con toda su gloria y majestad, y no lo soporta. Para
el apóstol es una experiencia mucho más grande que toda su experiencia pasada, y «cayó como muerto a sus pies».
Es que no me puedo mirar de otra manera: en su presencia estoy siempre muerto, crucificado, a los pies de mi Señor y Rey. ¡Cómo admiro a esa mujer que. sabiendo de su condición de pecado. en medio de la murmuración y críticas lavó con sus lágrimas los pies del Maestro y los secó con sus cabellos!
Hoy día, mucha es la soberbia que cabalga altiva y se mete en medio del Pueblo de Dios. Hallamos soberbia de denominaciones o concilios que se ponen por encima de los demás. Encontramos soberbia de ministerios o congregaciones que se creen portadoras y monopolios de (toda la verdad». Vemos soberbia racial o social que hace a un lado precisamente a aquellos con los que Jesús se juntaba. Y no falta la soberbia religiosa que convierte en digna de juicio toda cosa o actitud en el hermano que no comulga con su manera particular de ver la vida cristiana. En medio de tanta soberbia. la única forma de seguir al Señor es vivir como «muertos a sus pies.
(22)

Me quedo en la presencia de Dios
Después de todos los años de mi ministerio, después de todo lo que viví, después de todo lo que aprendí y experimenté, si pusieran hoy delante de mí una gran balanza, y en uno de sus platillos me ofrecieran todo el poder político. todo el poder eclesiástico. todo el poder económico, todo el poder de la fama y la popularidad; y en el otro platillo me ofrecieran únicamente la presencia de Dios. ¡me quedo con la presencia de Dios! ¿Acaso no fue eso mismo lo que dijo Pablo cuando afirmó: «Pero cuántas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente aún estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del
conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo y lo tengo por basura, para ganar a Cristo» (Filipenses 3.7-8).
Uno pudiera entablar un diálogo con Pablo y preguntarle: «Pablo, ¿de qué está hablando? ¿No conoció usted a Cristo el día de su salvación?» La respuesta de Pablo sería: «No, mi amado hermano. Yo comencé a conocer a Cristo el día de mi salvación; pero todavía no lo conozco a cabalidad. Me refiero al conocimiento que se da entre dos personas a causa de una comunión íntima. Y no puede haber esa comunión si uno no está en presencia del otro. Lo que anhelo, y por eso estoy
dispuesto a perderlo todo, es vivir continuamente en la presencia de mi Señor. Solo así podré conocerlo mejor». 
Sí, también Pablo se quedaba con la presencia de Dios. ¿y usted con qué o con quién se queda? ¿Sabe lo que he aprendido? Si bien es cierto que la presencia de Dios de por sí es suficiente en mí para mantenerme cerca de Él, también es cierto que esa presencia no me permite quedarme pasivo, en estado de contemplación, sino que enciende fuego dentro de mis huesos, me convierte en un enamorado, en un apasionado... 
Así debe ser con su presencia en nosotros.


EXTRAIDO DEL LIBRO: "EL PODER DE SU PRESENCIA" de Alberto Mottessi


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